LAS MANOS DE MAR

Intenté guardar el secreto: me prometí que jamás compartiría mi obsesión por tus manos. Pero lo supe desde el comienzo, mi instinto no mentía: ese par no es cualquier par, son las manos de mar. Me bastó con una sola fotografía para darme cuenta de ello. Examiné con ojos de halcón todos y cada uno de los detalles que me ofrecía esa inocente imagen que habías enviado: piel morena y tersa, ondulaciones naturales y sinuosas, dedos firmes y seguros, uñas pulcras y rosadas, vellos oscuros y abundantes.

Me obsesionó una idea, claro está, el momento en que pudiera verlas con mis propios ojos: ¿Serán intempestivas como las olas del Pacífico? ¿Delicadas y suaves como el mar Caribe? ¿Navegarán sobre mí o yo sobre ellas? ¿Su tacto será frío o cálido? ¿Su sabor amargo o dulce? Me envolvió una brisa de curiosidad que fue más allá de la simple imaginación. No resistí más y la curiosidad sí mató al pez.

Lo recuerdo perfecto. Nos encontramos y pude comprobarlo por mí misma, aparentemente la fotografía no mentía, por el contrario, eran mucho mejor en la realidad y logré regocijarme como si fuera el último respiro de mi existencia. Tomaba la izquierda y palpaba su textura, sostenía la derecha e inspeccionaba cada uno de tus dedos entrelazándolos con los míos. Te lo dije fuerte y claro: "tus manos son de mar, cariño". Te reíste y pensaste que sería otro sarcasmo mío, de esos que de vez en cuando me gustaba entonar para no sentir la vida monótona.

Mis ojos tenían prohibido perder registro de su forma y movimiento: tomando el volante, abriendo una puerta, sosteniendo un café y lavando un vaso. Perseguí la corriente que trazaban ante mí, dirigiéndome a tu alcoba, abrazándome y acariciándome el rostro, mientras recitabas aquellas palabras de amor que siempre quedarán en mi mente como el sonido de una ola que se aleja y vuelve intermitente. Por fin, pensé, eran mías.

Cerré los ojos y tus manos no dieron tregua al deseo: buceando sobre mi cuerpo, decidieron bajar lentamente hasta mi cuello y fluir sobre mis hombros. Insaciables, fue sencillo dar el siguiente paso: despegaste de mi piel prendas que solo entorpecían tus ondulantes movimientos. No lo soporté más y las sostuve, verlas frente a mí se convirtió en un instante que volví eterno.

Fue un ataque directo similar a cuando desprevenidos nos ataca una ola y nos revuelca entre agua y arena. Mi boca claudicó: besó, besó y besó con ternura y angustia lastimera. Sería una blasfemia no clavar en mi memoria ese bello momento. Deseaba comprobar lo que ya sospechaba: su sabor. Mi lengua se encargó de tan honorable labor: amargo. Me condené, pensé, esto será mi perdición.

¡Pero qué manos más escurridizas! Fue la derecha quien huyó de entre las mías y sucumbió ante mis senos, pero el dedo índice se llevó el protagónico al no tener piedad acariciando mis pezones. La izquierda fue mi favorita: decidida nadó al lugar donde mi cuerpo emanaba esa humedad que solo tú podías provocar. El placer me arropó, cerré los ojos y me hundí ahogándome en ese mar negro y profundo.

¿Recuerdas? Cumplí mi condena. El mar siempre tiene un lado oscuro y nunca más volví a sentir tus manos. Soy franca: sigo pensando en ellas. Mi mente se ha encargado de construir un lugar en el que puedo acostarme y sentir la brisa, revolcarme entre las olas y contemplar sin reparo las diferentes tonalidades de azul. Porque sé cariño, que a pesar de todo, no me hundí con las manos vacías.

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