DOMINGO

Lo vio partir, cuando dio la vuelta de la esquina sin ni siquiera mirar atrás, en el fondo ella mantenía la esperanza de una última mirada.

Volvió a su casa y aún la cama estaba desordenada, con ese aroma de cuando se mezclan los dos sexos, pasó su mano sobre las sábanas, que aún mantenían el calor y humedad, sintió una contracción en sus intestinos causada por el miedo de no volver a verlo.

Cerró los ojos y comenzó a tener flashbacks del encuentro sexual que habían mantenido 10 minutos atrás. Su piel se erizó al imaginar entre sus manos el miembro hinchado y duro de Joel, una verga larga, delgada y con un tono rosa pastel; su glande era perfecto, con un tono que lo hacía lucir tan delicado, era lo que más le excitaba y le gustaba de aquel hombre, unos testículos pequeños color beige, como si fueran los testículos de un arcángel en una obra de arte de la Edad Media.

Metió la mano en su entre pierna, todavía fluía el semen que aquel encuentro de tres “palos” había dejado. Se deshizo de su pantalón negro de lino y de su braga negra de encaje, abrió sus piernas lo más que pudo sentada en el sofá, descansando su espalda en un cojín estampado con corazones morados, tocando sus pequeños pechos, con los pezones de color y textura como el durazno; magullados y recién chupados. Los acariciaba al mismo tiempo que su vagina, su clítoris poco a poco fue poniéndose duro y caliente.

Sentía el fluir de la sangre, que poco a poco oscurecía más el color y humedecía más y más sus labios, era su sonrisa vertical que se abría burlona porque se convertía en río.

Contoneaba sus caderas al ritmo de sus dedos, como si al acariciar su vulva tocara alguna melodía de kizomba, sentía los tambores de su vientre que le marcaban el ritmo de sus muslos, apretando cada vez más sus nalgas y contrayendo más y más su vagina, acelerando su ritmo, como si se tratara de la final de un concurso de baile.

Estaba tan caliente, que introdujo el dedo medio en su culo, la humedad facilitó aquella hazaña, se dilató tan fácil que entró todo de un solo empujón, pudo sentir los pliegues húmedos y tibios, metía y sacaba su dedo, pasando la mano de atrás hacia delante, como si fuera la brocha de un pintor o la lengua de un gran Danés.

Su calentura era tanta, que sus gemidos alertaron a los vecinos que desayunaban hot cakes domingueros, la vecina derramó un poco de jugo de naranja al tercer grito de placer de Lucía, mirando a su esposo con el entrecejo arrugado y el rostro teñido de escarlata, apresurándose a subir el volumen del televisor, donde trasmitían la programación matutina. Mientras Lucía posponía su orgasmo, el tipo ridículo con sombrero que presentaba a una pareja de concursantes que tratarían de meter un pepino con los ojos vendados, a un agujero de mermelada de zarzamora, su enorme sonrisa dejaba ver su dentadura falsa.

La piel erizada de todo su cuerpo, parecían ermitas minúsculas de un microscópico pueblo, el río de su vagina se había convertido en mar y el tambor de su vientre se había transformado en terremoto, estaban a punto de provocar un tsunami.

Sus gritos cada vez más fuertes, extasiados de placer; su respiración que casi la dejaba sin aliento, su cuerpo inundado en sudor.

Hacía cada vez más el movimiento de sus dedos de forma vibratoria. Con los ojos cerrados podía ver las estrellas de muchos colores, explosivas y chispeantes, como un 4 de julio. Parecía como si su corazón se hubiera mudado a su coño, latía y latía, y sus gritos de placer en lugar de ser muy fuertes casi parecían que lloraba. En la televisión de la vecina, el tipo ridículo entregaba un cheque gigante a la pareja ganadora al mismo tiempo que Lucía daba su último grito de victoria.

Poco a poco iba cesando la exaltación del squirt que se había provocado.

Cada vez todo volvía a la normalidad; el corazón regresó al pecho fatigado, pero satisfecho, las ermitas de su piel iban desapareciendo como si el pueblo lo hubiera borrado un huracán de minúscula arena del Sahara, el tambor de su vientre descansaba, la familia de la casa de al lado desayunaba tranquila los últimos restos de hot cakes, el tipo ridículo había sido remplazado por un comercial de pasta dental, y ella tendida sobre el sofá reposaba mirando al techo, imaginando la noche estrellada de VanGogh, sumergida en los fluidos tibios que su cuerpo le había obsequiado, parecía la Diosa Venus recién salida de la espuma del mar.

Y no, Joel no volvió, pero ella, hacía cada día el amor, con el amor de su vida.

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